Revista de prensa. El país 5.4.2012. Opinión.
Hace cerca de un siglo G. K. Chesterton se declaraba horrorizado por el escaso número de políticos que iban a la horca. Hoy nos repugna la pena de muerte, pero entendemos muy bien la ironía del escritor inglés. La entendemos tan bien que si sustituimos horca por cárcel la frase se convierte en un lugar común. También entendemos a Kissinger cuando decía con guasa que el problema de los políticos es que hay un 90% que echa a perder la reputación de todos los restantes.
¿Es esto lo que está ocurriendo? No lo creo. La gran mayoría de nuestros políticos son personas profundamente honradas que hacen su trabajo con gran dedicación y responsabilidad. Pero es indudable que tenemos un problema, y serio. No pasa semana que no aparezca un nuevo caso de corrupción. Los únicos partidos que no están implicados en ningún escándalo son los que no han gobernado nunca.
Entre las circunstancias que han hecho posible este lamentable estado de cosas rara vez se menciona una a mi juicio clave: la debilidad de la Administración autónoma y municipal. Es cierto que sin las ingentes cantidades de dinero generadas por la burbuja inmobiliaria muchos de los casos que hoy ocupan las páginas de los periódicos no se habrían producido. En la intersección entre los excesos en la construcción de viviendas e infraestructuras y la deficiente regulación de la financiación de los Ayuntamientos y de los partidos políticos se halla el punto más oscuro de nuestra historia democrática reciente. Pero, del mismo modo que pequeños dispositivos de seguridad bastan para prevenir un porcentaje significativo de robos, una Administración autónoma y local más profesional e independiente, al evitar la sensación de impunidad y descontrol, habría podido frenar una parte no desdeñable de los abusos cometidos.
¿Es esto lo que está ocurriendo? No lo creo. La gran mayoría de nuestros políticos son personas profundamente honradas que hacen su trabajo con gran dedicación y responsabilidad. Pero es indudable que tenemos un problema, y serio. No pasa semana que no aparezca un nuevo caso de corrupción. Los únicos partidos que no están implicados en ningún escándalo son los que no han gobernado nunca.
Entre las circunstancias que han hecho posible este lamentable estado de cosas rara vez se menciona una a mi juicio clave: la debilidad de la Administración autónoma y municipal. Es cierto que sin las ingentes cantidades de dinero generadas por la burbuja inmobiliaria muchos de los casos que hoy ocupan las páginas de los periódicos no se habrían producido. En la intersección entre los excesos en la construcción de viviendas e infraestructuras y la deficiente regulación de la financiación de los Ayuntamientos y de los partidos políticos se halla el punto más oscuro de nuestra historia democrática reciente. Pero, del mismo modo que pequeños dispositivos de seguridad bastan para prevenir un porcentaje significativo de robos, una Administración autónoma y local más profesional e independiente, al evitar la sensación de impunidad y descontrol, habría podido frenar una parte no desdeñable de los abusos cometidos.
No creo que sea por azar que en la Administración central del Estado, articulada en torno a grandes cuerpos de funcionarios de carrera con larga tradición y un fuerte espíritu corporativo, la corrupción sea considerablemente más baja que en autonomías y Ayuntamientos. El funcionario de carrera rara vez es corrupto. En un país como el nuestro, en el que hay tanta gente que cree que la honestidad debe ser una cualidad ajena, el funcionario de carrera suele formar parte de esta amplia mayoría de ciudadanos que —como decía Jaume Perich— no solo deben ser honrados sino que además tienen que aguantarse.
No hace falta haberse carcajeado con los episodios de la vieja serie británica de televisión "Sí, ministro", ni haber leído Por qué fracasan las naciones, de Daron Acemoglu y James Robinson, para comprender que una Administración capaz e independiente, con altos funcionarios capaces de hacerse respetar, puede ser un instrumento tan útil para la defensa de los intereses de los ciudadanos como enojoso para los políticos que intentan aprovecharse de sus cargos. Un buen funcionario es, sin proponérselo, un guardián de la ley. Su mera presencia evita tentaciones. ¿De dónde saca la fuerza para parar los pies al superior o al político que va a cometer un abuso? De su vocación de servicio a los intereses generales y de su seguridad de que, en última instancia, su futuro profesional no depende de la persona a la que planta cara, sino de su reputación y de su intachable trayectoria.
¿Existe una Administración de este tipo en nuestras autonomías y Ayuntamientos, una Administración que haga pensar más en Max Weber que en la novela picaresca? En muchos casos, no. Las Administraciones autónomas, que al ser de nueva planta podrían haber resultado ejemplares, en vez de establecer departamentos fuertes integrados por funcionarios solventes capaces de defender los intereses generales se han poblado de estructuras caciquiles y de interinos contratados y asesores nombrados a dedo que, al no contar con ninguna seguridad en su empleo, carecen de fuerza para frenar los abusos de sus superiores, si no es que caen ellos mismos en la tentación de dejarse sobornar para asegurarse la vejez. Y en la Administración local nadie se ha preocupado hasta ahora de dotar a los funcionarios de la fuerza suficiente para hacer frente a los poderosos intereses inmobiliarios. Solo muy recientemente el Gobierno ha caído en la cuenta de la incongruencia que supone que los interventores y secretarios de Ayuntamiento dependan de los políticos a los que tienen que asistir y controlar y ha propuesto reforzar su independencia. La iniciativa en este sentido constituye un paso en la dirección adecuada. Pero cabe dudar de que sea suficiente.
No hace falta haberse carcajeado con los episodios de la vieja serie británica de televisión "Sí, ministro", ni haber leído Por qué fracasan las naciones, de Daron Acemoglu y James Robinson, para comprender que una Administración capaz e independiente, con altos funcionarios capaces de hacerse respetar, puede ser un instrumento tan útil para la defensa de los intereses de los ciudadanos como enojoso para los políticos que intentan aprovecharse de sus cargos. Un buen funcionario es, sin proponérselo, un guardián de la ley. Su mera presencia evita tentaciones. ¿De dónde saca la fuerza para parar los pies al superior o al político que va a cometer un abuso? De su vocación de servicio a los intereses generales y de su seguridad de que, en última instancia, su futuro profesional no depende de la persona a la que planta cara, sino de su reputación y de su intachable trayectoria.
¿Existe una Administración de este tipo en nuestras autonomías y Ayuntamientos, una Administración que haga pensar más en Max Weber que en la novela picaresca? En muchos casos, no. Las Administraciones autónomas, que al ser de nueva planta podrían haber resultado ejemplares, en vez de establecer departamentos fuertes integrados por funcionarios solventes capaces de defender los intereses generales se han poblado de estructuras caciquiles y de interinos contratados y asesores nombrados a dedo que, al no contar con ninguna seguridad en su empleo, carecen de fuerza para frenar los abusos de sus superiores, si no es que caen ellos mismos en la tentación de dejarse sobornar para asegurarse la vejez. Y en la Administración local nadie se ha preocupado hasta ahora de dotar a los funcionarios de la fuerza suficiente para hacer frente a los poderosos intereses inmobiliarios. Solo muy recientemente el Gobierno ha caído en la cuenta de la incongruencia que supone que los interventores y secretarios de Ayuntamiento dependan de los políticos a los que tienen que asistir y controlar y ha propuesto reforzar su independencia. La iniciativa en este sentido constituye un paso en la dirección adecuada. Pero cabe dudar de que sea suficiente.
Según cifras que leo en la prensa, pese a los recortes de los últimos años hay más de 200.000 interinos en las Administraciones autónomas. Súmese a ello a las personas contratadas por empresas, fundaciones y consorcios públicos de ámbito autonómico y los interinos y contratados que hay en los Ayuntamientos, que deben de ser muchos miles más. Dudo que nadie conozca la cifra exacta. Seguro que muchas de estas personas desempeñan su labor con responsabilidad y eficacia, pero el hecho de que su ingreso no se haya producido con publicidad y transparencia y que su permanencia esté sometida al arbitrio de sus superiores les convierte en vulnerables a las presiones políticas y hace muy difícil que se opongan a abusos y corruptelas. Al amparo de la libertad para nombrar interinos y asesores y someter a su control personal a las piezas clave de la burocracia a sus órdenes, los gerifaltes autonómicos y municipales de las dos últimas décadas han tejido unas redes clientelistas que hacen palidecer al caciquismo de hace un siglo.
El resultado está a la vista. En estos momentos no recuerdo ningún ministerio afectado por un escándalo de corrupción. En cambio, me vienen en un instante a la cabeza una larga lista de autonomías y Ayuntamientos carcomidos hasta la médula. La lección que cabe sacar de ello es obvia. Una de las cosas que cabe hacer para luchar contra la corrupción, hoy que el edificio político y legal construido en la Transición reclama reformas urgentes, es fortalecer la profesionalización y la independencia de los funcionarios, en particular los autonómicos y locales —sin resucitar privilegios ni alentar el corporativismo, por supuesto—, con el fin de que contribuyan a asegurar la solidez del sistema democrático, como lo hacen en los países de nuestro entorno.
El Estado de derecho requiere equilibrios y contrapesos. Una Administración fuerte y motivada es uno de ellos. Del mismo modo que ninguna democracia puede funcionar sin partidos políticos y que el papel de una prensa plural e independiente es crucial, una Administración integrada a todos los niveles por funcionarios que ingresen y hagan carrera por méritos profesionales y no por contactos personales o afinidades políticas, que sirvan a los ciudadanos y no a los partidos, es una barrera necesaria para que la corrupción no socave las instituciones.
Carles Casajuana es escritor y diplomático, y ha sido embajador de España en el Reino Unido.
El resultado está a la vista. En estos momentos no recuerdo ningún ministerio afectado por un escándalo de corrupción. En cambio, me vienen en un instante a la cabeza una larga lista de autonomías y Ayuntamientos carcomidos hasta la médula. La lección que cabe sacar de ello es obvia. Una de las cosas que cabe hacer para luchar contra la corrupción, hoy que el edificio político y legal construido en la Transición reclama reformas urgentes, es fortalecer la profesionalización y la independencia de los funcionarios, en particular los autonómicos y locales —sin resucitar privilegios ni alentar el corporativismo, por supuesto—, con el fin de que contribuyan a asegurar la solidez del sistema democrático, como lo hacen en los países de nuestro entorno.
El Estado de derecho requiere equilibrios y contrapesos. Una Administración fuerte y motivada es uno de ellos. Del mismo modo que ninguna democracia puede funcionar sin partidos políticos y que el papel de una prensa plural e independiente es crucial, una Administración integrada a todos los niveles por funcionarios que ingresen y hagan carrera por méritos profesionales y no por contactos personales o afinidades políticas, que sirvan a los ciudadanos y no a los partidos, es una barrera necesaria para que la corrupción no socave las instituciones.
Carles Casajuana es escritor y diplomático, y ha sido embajador de España en el Reino Unido.
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