Hoy nadie se extraña al escuchar que nuestro sistema institucional se enfrenta al reto de acometer una reforma de calado. Tras la fuerte descentralización impulsada en las últimas décadas, la incorporación de las tecnologías de la información y las comunicaciones, la intensa integración en el marco europeo, pero especialmente tras el enorme impacto de la crisis económica de nuestros días, muchos señalan que ahora se trata de avanzar decididamente hacia un cambio de modelo en el que la apertura y la flexibilidad – accesibilidad, open data, transparencia…-, la gobernanza – mirada y coordinación multinivel, corresponsabilidad institucional en la definición y prestación de servicios…- pero muy concretamente la gerenciación, o mejor la profesionalización – acreditación de conocimientos y experiencia, compromiso con objetivos y resultados, evaluación del desempeño… - de la dirección pública, sean los nuevos valores dominantes.
Y es que entre la situación actual, a medias entre el modelo burocrático del siglo XIX y el que permite la interoperabilidad y exige la globalización del XXI, el éxito del tránsito pasa en buena parte por un cambio en la definición y la estructura del liderazgo público y más concretamente en el nivel de la dirección pública.
Y ello porque ese nivel – en el que, en la inmensa mayoría de las instituciones y los territorios confluyen hoy las funciones de los altos cargos, los altos funcionarios y el personal eventual - cada día posibilita a los Gobiernos el desarrollo e implementación de sus políticas y la prestación de los servicios públicos y es decisivo para garantizar la calidad de unos y de otras.
Especialmente en unos momentos en los que es muy evidente la necesidad de fortalecer los principios de eficacia y eficiencia la sociedad civil se ha de plantear seriamente la idea de promover la excelencia en el sistema de selección, formación, desempeño y retribución del nivel directivo de las organizaciones públicas, hacia el desarrollo de la dirección pública profesional.
Los directivos públicos han de convertirse cuanto antes en “creadores de valor público”, lo que implica una actuación profesional en tres esferas interrelacionadas: la gestión estratégica, la gestión del entorno político y la gestión operativa. Tan solo la experiencia y el conocimiento en uno o incluso en dos de esos espacios no garantiza una dirección excelente o, dicho de un modo mucho más contundente, la carencia de uno solo de esos espacios asegura la incompetencia de la dirección.
Hoy el debate no es si los directivos públicos deben ser o no funcionarios – que en muchas ocasiones, per se, cuentan con conocimientos y experiencia en una o en dos de las esferas mencionadas - sino cómo dotar a las administraciones públicas de los directivos adecuados para su buen funcionamiento. No se trata pues de un pulso entre funcionarios y políticos – que también suelen aportar en una o dos de las esferas citadas -, pero no se puede obviar la reflexión sobre los diferentes roles que deben tener uno u otro colectivos, que tradicionalmente han venido ejerciendo – y ejercen - la función directiva en las administraciones públicas.
Por ello, la provisión de esos puestos debería compatibilizar el ejercicio de la potestad discrecional del nombramiento con la necesaria profesionalidad y capacitación técnica y directiva, dándole motivación a los nombramientos y dotándoles de la seriedad y la racionalidad de toda actuación administrativa.
Hacer posible una convivencia fructífera entre lo político y lo profesional, que dé prestigio social a nuestros gobiernos y a nuestras administraciones públicas, depende ahora del impulso institucionalizador necesario en desarrollo del Estatuto Básico del Empleado Público. La sociedad civil y las Organizaciones sectoriales representativas (Federación Española de Municipios y Provincias, Instituto Nacional de Administración Pública y Asociaciones, Comités, etc. de Directivos) han de participar en el debate y en la construcción de espacios e instrumentos que permitan consolidar avances significativos en este terreno.
Porque, a medio plazo, escalonadamente, en el futuro todo profesional que aspire a desempeñar un puesto de dirección pública debería obtener una acreditación – habilitación, etc. - para ese ejercicio, constatando la formación y experiencia exigible en, al menos - por ejemplo, tomando una de las esferas que nos ocupan - dirección de equipos, evaluación, presupuesto y gestión económico-financiera, procedimiento administrativo, régimen de subvenciones, contratación pública, administración electrónica, relaciones interadministrativas, comunicación, recursos humanos y función pública, participación, etc. Es evidente que además, los directivos públicos profesionales deben dominar un importante conjunto de disciplinas relacionadas con los diversos ámbitos de carácter sectorial a fin de disponer de una visión poliédrica que le permita detectar estratégicamente las necesidades existentes y armonizarlas con la acción de gobierno.
El esquema que ha de implantarse permitiría que los directivos públicos profesionales, con un fuerte y claro componente ético - de acuerdo a los valores de integridad, honestidad, objetividad e imparcialidad - rindan cuentas a los Gobernantes y estos a su vez rindan cuentas a la ciudadanía.
Finalmente, hay que señalar que el ciclo directivo y el ciclo político no son completamente coincidentes, de forma que su continuidad o no debería vincularse cada vez menos a la “confianza” y se debería articular cada vez más a través de mecanismos más objetivos como la evaluación del desempeño o el cumplimiento de los objetivos marcados a partir de la existencia de proyectos, programas, etc.
Una dirección pública profesional en el conjunto institucional, en fin, como ha venido siendo en otros países, sería el catalizador de un cambio estructural a mejor en los terrenos de la eficacia y la eficiencia públicas – menos malas prácticas, errores, deficiencias… mejor planificación, coordinación, resultados… - pero también en el de la credibilidad de todo el sistema, definiendo bien los espacios político y de gestión y dejando claros los respectivos sistemas de rendición de cuentas a la sociedad.
Antonio Alemany, Enrique Martínez, Alfonso Delso, Jose Antonio Latorre, Rodrigo Martin y Fernando Monar forman parte del Comité para la Excelencia de la Dirección Pública de la fundación para los Compromisos de Calidad y han tenido o tienen responsabilidades de dirección pública en algunos o en varios de los tres niveles territoriales: AGE, CCAA y gobiernos locales.
Y es que entre la situación actual, a medias entre el modelo burocrático del siglo XIX y el que permite la interoperabilidad y exige la globalización del XXI, el éxito del tránsito pasa en buena parte por un cambio en la definición y la estructura del liderazgo público y más concretamente en el nivel de la dirección pública.
Y ello porque ese nivel – en el que, en la inmensa mayoría de las instituciones y los territorios confluyen hoy las funciones de los altos cargos, los altos funcionarios y el personal eventual - cada día posibilita a los Gobiernos el desarrollo e implementación de sus políticas y la prestación de los servicios públicos y es decisivo para garantizar la calidad de unos y de otras.
Especialmente en unos momentos en los que es muy evidente la necesidad de fortalecer los principios de eficacia y eficiencia la sociedad civil se ha de plantear seriamente la idea de promover la excelencia en el sistema de selección, formación, desempeño y retribución del nivel directivo de las organizaciones públicas, hacia el desarrollo de la dirección pública profesional.
Los directivos públicos han de convertirse cuanto antes en “creadores de valor público”, lo que implica una actuación profesional en tres esferas interrelacionadas: la gestión estratégica, la gestión del entorno político y la gestión operativa. Tan solo la experiencia y el conocimiento en uno o incluso en dos de esos espacios no garantiza una dirección excelente o, dicho de un modo mucho más contundente, la carencia de uno solo de esos espacios asegura la incompetencia de la dirección.
Hoy el debate no es si los directivos públicos deben ser o no funcionarios – que en muchas ocasiones, per se, cuentan con conocimientos y experiencia en una o en dos de las esferas mencionadas - sino cómo dotar a las administraciones públicas de los directivos adecuados para su buen funcionamiento. No se trata pues de un pulso entre funcionarios y políticos – que también suelen aportar en una o dos de las esferas citadas -, pero no se puede obviar la reflexión sobre los diferentes roles que deben tener uno u otro colectivos, que tradicionalmente han venido ejerciendo – y ejercen - la función directiva en las administraciones públicas.
Por ello, la provisión de esos puestos debería compatibilizar el ejercicio de la potestad discrecional del nombramiento con la necesaria profesionalidad y capacitación técnica y directiva, dándole motivación a los nombramientos y dotándoles de la seriedad y la racionalidad de toda actuación administrativa.
Hacer posible una convivencia fructífera entre lo político y lo profesional, que dé prestigio social a nuestros gobiernos y a nuestras administraciones públicas, depende ahora del impulso institucionalizador necesario en desarrollo del Estatuto Básico del Empleado Público. La sociedad civil y las Organizaciones sectoriales representativas (Federación Española de Municipios y Provincias, Instituto Nacional de Administración Pública y Asociaciones, Comités, etc. de Directivos) han de participar en el debate y en la construcción de espacios e instrumentos que permitan consolidar avances significativos en este terreno.
Porque, a medio plazo, escalonadamente, en el futuro todo profesional que aspire a desempeñar un puesto de dirección pública debería obtener una acreditación – habilitación, etc. - para ese ejercicio, constatando la formación y experiencia exigible en, al menos - por ejemplo, tomando una de las esferas que nos ocupan - dirección de equipos, evaluación, presupuesto y gestión económico-financiera, procedimiento administrativo, régimen de subvenciones, contratación pública, administración electrónica, relaciones interadministrativas, comunicación, recursos humanos y función pública, participación, etc. Es evidente que además, los directivos públicos profesionales deben dominar un importante conjunto de disciplinas relacionadas con los diversos ámbitos de carácter sectorial a fin de disponer de una visión poliédrica que le permita detectar estratégicamente las necesidades existentes y armonizarlas con la acción de gobierno.
El esquema que ha de implantarse permitiría que los directivos públicos profesionales, con un fuerte y claro componente ético - de acuerdo a los valores de integridad, honestidad, objetividad e imparcialidad - rindan cuentas a los Gobernantes y estos a su vez rindan cuentas a la ciudadanía.
Finalmente, hay que señalar que el ciclo directivo y el ciclo político no son completamente coincidentes, de forma que su continuidad o no debería vincularse cada vez menos a la “confianza” y se debería articular cada vez más a través de mecanismos más objetivos como la evaluación del desempeño o el cumplimiento de los objetivos marcados a partir de la existencia de proyectos, programas, etc.
Una dirección pública profesional en el conjunto institucional, en fin, como ha venido siendo en otros países, sería el catalizador de un cambio estructural a mejor en los terrenos de la eficacia y la eficiencia públicas – menos malas prácticas, errores, deficiencias… mejor planificación, coordinación, resultados… - pero también en el de la credibilidad de todo el sistema, definiendo bien los espacios político y de gestión y dejando claros los respectivos sistemas de rendición de cuentas a la sociedad.
Antonio Alemany, Enrique Martínez, Alfonso Delso, Jose Antonio Latorre, Rodrigo Martin y Fernando Monar forman parte del Comité para la Excelencia de la Dirección Pública de la fundación para los Compromisos de Calidad y han tenido o tienen responsabilidades de dirección pública en algunos o en varios de los tres niveles territoriales: AGE, CCAA y gobiernos locales.
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